La drogadicción acarrea al individuo graves daños físicos y psíquicos. A los derivados del abuso de las sustancias tóxicas, hay que añadir los que provienen del consumo en condiciones poco seguras.
Por lo general, el proceso de drogadicción conduce a la paralización de la maduración mental del individuo. Toda su energía se canaliza a la obtención de la sustancia de la que es dependiente. Cualquier otro interés pasa a un plano secundario.
El drogadicto pierde lo mejor de sí mismo: el autocontrol y la fuerza de voluntad. Se vuelve apático, desinteresado, ansioso. Pierde el estímulo por los logros personales y profesionales. Se aísla, desprecia los vínculos familiares y amistosos, y se encierra en círculos, por lo general marginales, donde le resulta fácil conseguir la droga. Se vuelve esclavo de la sustancia hasta destruirse a sí mismo.
Las repercusiones en el ámbito familiar también son importantes. La familia de un adicto casi siempre se ve desbordada en su intento de hacer frente al problema, sobre todo cuando, junto a la toxicomanía, se producen conductas de carácter delictivo. El abanico de actitudes que se da entre los progenitores ante la existencia de un hijo toxicómano es muy amplio -desde el ocultamiento y la incomprensión al intento de encontrar soluciones con el apoyo de profesionales-, pero en cualquier caso el problema siempre plantea graves tensiones e importantes cargas económicas, en ocasiones insostenibles.
En el ámbito social, las consecuencias más graves del consumo de drogas probablemente sean la marginación y la delincuencia. Por un lado, la distribución de las drogas ilegales está controlada por organizaciones criminales, con las secuelas de corrupción y violencia que ello lleva aparejado, y por otro lado, el consumidor suele recurrir a conductas delictivas para poder adquirirlas.